Nunca imaginé que enfrentaría el desafío de acompañar a dos de las persona que amaba profundamente en su proceso de enfermedad crónica y terminal durante años y transición hacia la muerte.                                                                     

Al principio, todo fue un torbellino: el miedo me paralizaba, la tristeza me invadía, y me sentía pequeña frente a la inminencia de lo inevitable. 

Me preguntaba cómo iba a sostenerme, cómo podría darle a mi pareja la paz que merecía, mientras mi propio corazón tambaleaba.

En esos momentos de incertidumbre, me di cuenta de que necesitaba algo más que fuerza: necesitaba amor.  No solo hacia él, sino también hacia mí misma. Y me encontré ante el desafío y la búsqueda de respuestas.

Hubo días en los que el peso emocional me superaba. Sentía que me estaba perdiendo tratando de ser la roca que él necesitaba. La culpa, la ansiedad y el cansancio me empujaban al límite. Pero, en medio de todo ese caos, surgieron pequeñas epifanías:

Acompañar no significaba darlo todo hasta agotarme; significaba encontrar un equilibrio entre cuidar de él y cuidar de mí misma.